Reliquia ferrocarrilera de Izúcar

*La vieja estación de tren, situada a 10 minutos del zócalo, luce su piedra biselada donde predomina el silencio y la nostalgia; hay quienes aún evocan el feroz sonido de las ruedas pasando por encima de los rieles

Jaime López

Izúcar de Matamoros, Pue.- Orgullo de la memoria colectiva izucarense. Cápsula del tiempo que hace recordar la infancia de aquellos cincuentones originarios de esta región sureña de Puebla, terruño hirviente que llega a superar los 40 grados centígrados.

“Se sentía re bonito, ibas conociendo paisajes bien verdes”, así es como habitantes recuerdan su experiencia en la extinta locomotora que partía de la capital y atravesaba La Mixteca poblana.

La vieja estación de tren de Izúcar de Matamoros, asentada en el bulevar Francisco Villa, a 10 minutos del zócalo de la ciudad, es una reminiscencia que causa suspiros entre las generaciones nacidas a mediados del siglo XX.

Hay quienes todavía pueden evocar en su mente el feroz sonido de las ruedas pasando por encima de los rieles. Las y los izucarenses que vieron la luz en el nuevo milenio se tienen que conformar con imaginarse el portentoso estruendo de la máquina de vapor que destacaba inmediatamente dentro del paisaje sonoro de la región.

Fue en 1887 cuando los dueños del antiguo Ferrocarril Interoceánico construyeron las primeras vías en el municipio, las cuales se conectaban con Atlixco. Unos años después, en 1895, quedó concluido el tramo a Tlancualpican, en Chiautla de Tapia.

Durante casi nueve décadas, los lugareños gozaron de un medio de transporte económico y vistoso que arribaba hasta el estado de Morelos.

Vagones abarrotados. Gente dividida en secciones de primera y de segunda. Mujeres y hombres colgados de la máquina en pleno desplazamiento. Así lucía el viejo tren, según testimonios populares.

Hoy solo contadas improntas o huellas de ese tipo de movilidad, pues varias de las vías fueron cubiertas con concreto o arrancadas. La antigua taquilla es un inmueble abandonado, revestido de piedra biselada en el que predomina el silencio y la nostalgia.

A uno de sus costados, un vendedor de tacos y tortas que en su momento tuvo la oportunidad de experimentar en carne propia el funcionamiento del tren, cuya cuota de recuperación era de 40 pesos por pasajero o pasajera.

Quitándole el pelo cano y las grietas que se asoman en su rostro, el comerciante trasmite un júbilo y aura sumamente juveniles que contagian, que levantan el ánimo.

Es como un tesoro humano que propios y extraños deberían preservar por siglos debido a sus narraciones orales, en las que revela que la maquinaria dejó de funcionar por el año de 1982.

Caminando al otro lado del inmueble cubierto con piedra biselada, una especie de parque familiar con palapas y puestos de comerciantes más modernos.

Parte de las personas que transitan por ahí cuentan que dicha zona es la más visitada por las y los turistas, donde se reúnen para hacerse una selfie o llevarse “la del recuerdo”.

En 2021, se lanzó la promesa de convertir la antigua estación de tren en un museo, nada llegó, pero el lugar es una extraordinaria reliquia que se resiste a la extinción, al olvido.

 

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